Economía

Criar hijos en Ecuador, un país en guerra interna

QUITO.- Es el miércoles 10 de enero, primer día en que los niños y jóvenes en todo el Ecuador vuelven a tener clases virtuales porque la situación de inseguridad en el país alcanzó tal nivel...

QUITO.- Es el miércoles 10 de enero, primer día en que los niños y jóvenes en todo el Ecuador vuelven a tener clases virtuales porque la situación de inseguridad en el país alcanzó tal nivel que las autoridades han considerado prudente suspender las clases presenciales. Por la tarde, nuestros hijos pequeños nos preguntan, nerviosos, si creemos que Fito -el alias de José Adolfo Macías, el temido líder de la banda Los Choneros que escapó de la cárcel apenas iniciado el año- estará cerca de donde vivimos, y qué vamos a hacer si trata de entrar a nuestro departamento. Que eso no va a pasar, les decimos para (intentar) tranquilizarlos, que hay muchos policías buscándolo y más bien él debe estar escondido o incluso fuera del país. Aunque con mi esposa hemos tratado de mantenerlos aislados de las noticias de los últimos días, era obvio que nuestros hijos terminarían enterándose de lo que está pasando o, para ser más exactos, formándose en su cabecita infantil una idea más parecida a lo que podría suceder en un comic o en una serie de televisión, donde un villano mantiene en vilo a un país entero. Pero en este caso no es uno, sino cientos o acaso miles.

Un día antes, el martes 9, una docena de delincuentes (algunos de ellos menores de edad) se tomaron por asalto las instalaciones de TC Televisión en Guayaquil y obligaron a los trabajadores del canal, a punta de pistola, a transmitir su hazaña en vivo. En la misma Guayaquil y en otras ciudades, principalmente de la Costa, con una coordinación que no pudo ser coincidencia y que nos hizo entender que habíamos entrado en territorio desconocido, tuvieron lugar otros atentados, incluyendo asaltos, explosiones de moderada intensidad y rudimentarios coches bomba dejados junto a estaciones de servicio y que, por suerte, no llegaron a estallar. La tarde de ese martes el presidente Daniel Noboa elevó el estado de excepción (a estas alturas, ya nada excepcional para los ecuatorianos, que hemos llegado a habituarnos a los toques de queda) al de “conflicto armado interno”. Desde ese día estamos oficialmente en guerra. Pero el enemigo, llámese “crimen organizado”, “bandas delictivas” o “narcoterrorismo”, es algo que aún no logramos identificar del todo y que muchos ecuatorianos se obstinan en subestimar, convencidos de que la “mano dura” será suficiente para derrotarlo.

Ese mismo martes, después de estar pegados al televisor o a los celulares, mirando incrédulos las noticias, el país entero fue un hervidero de nervios: los negocios cerraron a media tarde, el transporte público empezó a escasear y, pese a eso, el tráfico colapsó porque todos querían (queríamos) volver cuanto antes a las casas para estar con nuestros seres queridos. Además de decretar que las clases sean virtuales, las autoridades pidieron que, en los casos en que fuera posible, el trabajo en los días subsiguientes también fuera remoto. La violencia se ha convertido en nuestra nueva pandemia.

No podemos decir, sin embargo, que la inseguridad se propagó en cuestión de semanas, como el Covid. El estallido de la violencia criminal en Ecuador empezó hace al menos tres años. Y no sabemos durante cuántos, probablemente con la connivencia de quienes llegaron a controlar todas las funciones del Estado, se estuvo incubando. Lo cierto es que el país dejó de ser esa “isla de paz” que se consideraba a sí mismo y se convirtió en el más violento de la región, con una tasa de homicidios que superó los 40 por cada 100.000 habitantes en 2023.

Al principio, la violencia se concentró sobre todo en las cárceles. Desde 2021 se sucedieron, con imágenes cada vez más atroces, masacres entre presos pertenecientes a bandas delictivas enfrentadas entre sí por controlar distintos territorios. Y así como la atrocidad iba en aumento, también lo fue nuestra tolerancia a ese tipo de noticias. Tenía que ser algo muy salvaje, como la matanza de 119 presos a finales de septiembre de ese año, para que la noticia ocupara la primera plana de los diarios durante más de un día. Luego empezó a multiplicarse el número de sicariatos (también la mayoría de las veces entre miembros de bandas rivales, o al menos eso queremos pensar para sentirnos menos vulnerables) y de asaltos. Y surgió un nuevo tipo de delito: las ahora famosas “vacunas”, es decir, las coimas que los delincuentes exigen a comerciantes, agricultores o transportistas, para dejarlos trabajar. (A mediados de 2023, en un show de stand up, un trío de comediantes decían que en la pandemia los ecuatorianos nos alegrábamos de recibir la vacuna y que ahora, en cambio, nuestro mayor temor es que nos lleguen a vacunar.) Sin embargo, el nivel de violencia no ha sido homogéneo en todo el país, se ha sentido sobre todo en la Costa, donde hay ciudades con tasas de homicidios que han superado los 100 por cada 100.000 habitantes y donde se ubican los puertos desde los que sale la droga. En Quito y otras ciudades de la Sierra, la situación, aunque se ha deteriorado, no ha llegado a esos extremos.

Lo que no significa, ni mucho menos, que estén libres de violencia: el 9 de agosto del año pasado, en plena zona comercial de Quito y a plena luz del día, el candidato presidencial Fernando Villavicencio, conocido por sus denuncias de casos de corrupción que comprometieron principalmente al correísmo, fue asesinado a la salida de un mitin con sus simpatizantes. El país entero quedó en shock, aturdido, temeroso. En cuestión de minutos el video del asesinato se viralizó en las redes sociales y por mensajes de WhatsApp. Con mi esposa las vimos en la cocina, alejados de los chicos para no exponerlos a algo tan violento y, sobre todo, para que no nos vieran llorar. No solo por Villavicencio, sino también porque sabíamos que de eso a una bomba en un lugar público (o, quién lo iba a imaginar, a la toma por asalto de un canal de televisión), mediaba un paso. Pocas semanas después, siete sospechosos del crimen de Villavicencio fueron asesinados en prisión. Si con eso aún quedó alguien que no se convenciera sobre el nivel de infiltración de las mafias en el Estado, la reciente presentación del caso “Metástasis” por parte de la Fiscal General, Diana Salazar, tiene que haberle abierto los ojos: jueces, fiscales, policías, hasta el presidente del Consejo de la Judicatura (la institución que designa a los jueces) implicados en un caso que salpica al correísmo (partido que, sin vergüenza alguna, está empeñado en sacar a la fiscal Salazar de su cargo) y que probaría como se conformó una estructura criminal para manipular a la Justicia.

El último miércoles, ya en estado de “conflicto armado interno”, con policías y militares patrullando en las calles, el fiscal César Suárez, encargado de investigar el asalto a TC Televisión y algunos grandes casos de corrupción, fue asesinado en Guayaquil, nuevamente a plena luz del día. Parafraseando a García Márquez, un ingenioso tuitero escribió: “El día en que lo iban a matar, César Suárez se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”. En efecto, en el Ecuador de hoy el asesinato de Suárez fue la crónica de una muerte anunciada.

En un país así, que antes del estallido de violencia criminal ya sufrió el embate de una violencia que se presentaba a sí misma como “protesta social” pese a haber incluido ataques nunca antes vistos a la población civil y a medios de comunicación (comentario al margen: a estas alturas es difícil no sospechar de que al menos una parte de quienes participaron en las jornadas de protesta de octubre de 2019 y junio de 2022 lo hicieron para que las bandas criminales no dejaran de lucrar del subsidio a los combustibles, cuya revisión fue el pretexto que se usó para, literalmente, incendiar Quito); en un país así, decía, ¿debemos seguir tratando de aislar a nuestros hijos de este tipo de noticias o, por el contrario, debemos enfrentarlos a la realidad para que sepan desde pequeños dónde les tocó crecer? ¿Cómo hacer para no transmitirles ese vergonzoso arrebato de “¡maten a todos los delincuentes!” al que nos estamos viendo arrastrados, aún sabiendo lo primitivo que es y los peligros que entraña para la supervivencia de nuestra ya frágil democracia? Si tuviéramos a dónde emigrar, ¿deberíamos aprovechar la oportunidad e irnos para que nuestros hijos no normalicen (o se vean expuestos a) la violencia, el miedo permanente, los discursos de odio? ¿O más bien deberíamos quedarnos a luchar por Ecuador? ¿Tiene salida un país donde la clase política y la sociedad en general no se muestran dispuestas a alcanzar acuerdos ni siquiera en las actuales circunstancias, por ejemplo para financiar a un Estado ya quebrado y ahora, además, en guerra?

La semana pasada, en la parte baja de esta montaña rusa de emociones en la que se ha convertido el día a día de los ecuatorianos, le dije a un querido amigo -cuyos hijos están estudiando sus carreras universitarias en el exterior- que pese a lo doloroso que debe ser eso del nido vacío, sentía envidia de que tuviera a sus hijos afuera del país. No solo que me comprendió, sino que añadió algo que me puso la piel de gallina: “A mis hijos afuera y, aunque suene feo, a mis papás muertos. Qué alivio que ellos no hayan tenido que vivir esto”.

Economista y escritor, dirige la Corporación de Estudios para el Desarrollo, con sede en Quito

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/criar-hijos-en-ecuador-un-pais-en-guerra-interna-nid20012024/

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